Una vez amé a una mujer y ella me dejó. Para mí era la mejor de todas. La más linda, la más inteligente y divertida, la más rica, una dama en la mesa, una puta en la cama y mucho más que eso. Y la muy perra se fue. De las pocas veces que lo he hablado con alguien, nunca he logrado explicar muy bien el dolor que sentí por meses, por años y que, a veces, aún siento. Porque dolor no es una palabra suficiente, porque lo sentí hasta los huesos, porque estaba absolutamente desconcertado, choqueado, porque por primera vez en mi vida lloré y grite y perdí todo en el proceso. Ya hace mucho decidí que eso no me volverá a pasar nunca más, prefiero estar solo. Trabajar, dormir, preocuparme de la moto y salir con una que otra mina que conozco por ahí. Nada más.Por eso cada vez que la señorita M. me pregunta cómo puedo ser tan cariñoso y después desaparecer por días o semanas, trato de ser honesto. Ya le he contado la historia varias veces y le he explicado, que sí, que siento cosas cuando estoy con ella, porque cuando estamos juntos de verdad me vuelve loco, pero también le he dicho que cuando llega el lunes apaleo cada uno de mis sentimientos, porque no puedo… sentir. Ya lo decidí hace mucho y no voy a dar pie atrás.
Después de lo bien que resultó el otro día la historia del dentista, hace un par de horas la llamé y le pregunté si podía ir a su casa y comenzó una vez más a reclamar y a preguntar, ¿por qué cresta tiene que ponerse tan complicada? Y una vez más traté de cambiar el tema, pero ella insistió, y le volví a decir que lo rico de esto es que no tiene nombre, que no va para ninguna parte, que sólo lo pasamos tan rico, que la encuentro rica entera pero que el lunes apago el chip, y me conecto con lo que tengo que hacer y me desconecto de lo que pueda sentir.
“No sacas nada con apalear tu cabeza, porque al primer ron se te escapan los sentimientos por todos lados”, me dijo seguido de un “no me llames nunca más”.
Me cagó.









